El fin que nos proponemos es doble. Por un lado, buscar la gloria de Dios y la salvación de las almas –de las nuestras y de las de nuestros hermanos– practicando, especialmente, las virtudes que más nos hacen participar del anonadamiento de Cristo. [1]
Por otro lado, comprometemos todas nuestras fuerzas para inculturar el Evangelio, o sea, para prolongar la Encarnación en “todo hombre, en todo el hombre y en todas las manifestaciones del hombre”, de acuerdo con las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia. Al respecto enseña S.S. Juan Pablo II: “El término ‘aculturación’ o ‘inculturación’ por muy neologismo que sea, expresa de maravilla uno de los elementos del gran misterio de la Encarnación. [2]
Fin Universal
Como todo Instituto de vida consagrada tenemos un fin universal y común por el que queremos seguir más de cerca a Cristo con la práctica de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, bajo la acción del Espíritu Santo, para entregarnos a la gloria de Dios, a la edificación de su Iglesia y a la salvación de las almas.
Para esto nos consagramos totalmente a Dios emitiendo votos públicos, manifestando el desposorio admirable establecido por Dios en la Iglesia, signo anticipado de la vida del Cielo.
Fin Específico
Queremos, como fin específico y singular, dedicarnos a la evangelización de la cultura, es decir, trabajar para transformar todo lo humano con la fuerza del Evangelio.
Consideramos que algunos de los medios más importantes para alcanzar el fin establecido es trabajar sobre los puntos de inflexión de la cultura, a saber: las familias, la educación –en especial en los seminarios, la universidad y los terciarios–, los medios de comunicación social y los hombres de pensamiento o “intelectuales”, en lo que hace a la iniciación y llamamiento, desarrollo, discernimiento, formación, consolidación, acompañamiento y posterior ejercicio de la vocación al apostolado intelectual. [3]
[2] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae, 53.