Carta a un misionero ¡Navega Mar adentro!

Les he querido escribir algunas palabras, en especial a aquellos que se encuentran en las misiones más difíciles y en los lugares más apartados. Se darán cuenta al terminar de leer esta pequeña carta que es bastante simple, pero al escribirla pensé que Dios a veces para hacernos acordar de cosas más importantes se vale hasta de palabras muy simples. Es así como trabaja el Espíritu Santo. Por eso me animé a escribirla y compartirla con todos.

Cuenta el Evangelio de San Lucas (5, 4) que “en una oportunidad, la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la palabra de Dios, y Él estaba de pie a la orilla del lago de Genesaret. Jesús subió a la barca de Simón Pedro y le pidió que se apartara un poco de la orilla; después, se sentó y enseñaba a la multitud desde la barca. Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: ¡Navega Mar Adentro!”

Me da ánimo pensar en los comienzos de la historia de la Iglesia, cuando los Apóstoles comenzaron con su misión de anunciar el Evangelio a todo el mundo y en condiciones adversas.

¡Navegar mar adentro! ¡Qué profundas estas palabras de Nuestro Señor! Y cuánto significado puede tener para todos nosotros; animarnos a MÁS… a aventurarnos en la misión.¡A grandes empresas vamos![1]

Nuestro querido Fundador nos alienta con las siguientes palabras[2], las primeras de las cuales están también citadas en la fórmula de profesión de votos[3]:

“Para no ser esquivos a la aventura misionera, y mover a otros muchos a ella, hay que tener algo de poeta, ya que a los pueblos no los han movido más que los poetas, ¡y qué poeta más grande que Jesucristo!, ¡y qué poesía más grande que gritarnos: “Navega mar adentro ¡Duc in altum![4] . Palabra profunda, de muy profundo contenido, de hondas resonancias místicas, que impele a grandes ideales, que entienden quienes son hombres de acción, de mirada amplia, de corazón decidido y generoso, que por la nobleza de su alma se sonríen con alegría al saber que Jesús mismo es quien les dice ¡Duc in altum!. Es una invitación a realizar grandes obras, empresas extraordinarias, donde hay mucho de aventura, vértigo, de peligro, donde las olas sacuden la barca, el agua salada salpica el rostro, la proa va abriéndose paso por vez primera, donde no hay huellas y las referencias son  las estrellas, donde la quilla es sacudida por remolinos encontrados, las velas desplegadas reciben el furor del viento, los mástiles crujen… y el alma se estremece… ¡Mar adentro!, lejos de la orilla y de la tierra firme de los pensamientos meramente humanos, calculadores y fríos, … donde el agua bulle, el corazón late a prisa, donde el alma conoce celestiales embriagueces y gozos fascinantes. Navegar mar adentro es tomar en serio, a fondo, las exigencias del Evangelio: ve, vende todo lo que tienes… (Mt 19, 21), es el ansia de nuestro corazón inquieto, que anhela poseer el Infinito, es el ímpetu de los santos y de los mártires, que lo dieron todo por Dios. Es lo propio de los pescadores: hombres humildes, laboriosos, que no temen los peligros, vigilantes, pacientes en las prolongadas vigilias, constantes en repetir sus salidas al mar, prudentes para sacar los peces, curtidos por la sal y por el sol. Es disponerse para morir, como el grano de trigo, para ver a Cristo en todas las cosas. Por ello, hacemos nuestras las ardientes palabras del Beato Luis Orione: “Quien no quiera ser apóstol, que salga de la Congregación: hoy, quien no es apóstol de Jesucristo y de la Iglesia, es apostata”[5].

A todos nosotros como miembros de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado Jesús nos dice ¡Duc in Altum!

La aventura más grande que podemos tener en nuestras vidas es la de abrazar la cruz y amarla. Porque cuando el Crucificado nos llama a Navegar mar adentro quiere referirse a: El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga (Mt 16, 24).

La cruz es el regalo más grande que podemos recibir. Es difícil como lo fue para Cristo… tiene algo de especial porque nos atrae… es en la cual experimentamos la grandeza de Dios y sobre todo su amor hacia nosotros. Su amor atrae más que cualquier cosa en este mundo. Cualquiera que llegara a percibir y entender el gran misterio de la Cruz como lo tuvieron los santos, dejaría todo lo que tiene para solo vivir y morir para Él. “Si no aprendemos a ser victimas con la Victima, todos nuestros sufrimientos son inútiles”[6].

San Pablo nos alienta a todos nosotros que cargamos con la cruz: “Por lo cual no desfallecemos, antes bien, aunque nuestro hombre exterior vaya decayendo, el hombre interior se renueva de día en día. Porque nuestra tribulación momentánea y ligera va labrándonos un eterno peso de gloria incalculable, por donde no ponemos nosotros la mirada en las cosas que se ven, sino en las que no se ven, porque las que se ven son temporales, mas las que no se ven son eternas” (2 Co 4, 16-18).

Podemos en muchas ocasiones pedirle al Señor que nos quite la cruz…pero nos responderá:“Mi gracia te basta, pues en la flaqueza se perfecciona la fuerza. Por tanto con sumo gusto me gloriaré en mis flaquezas, para que la fuerza de Cristo habite en mí. Por Cristo, pues me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias, porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co 12, 8-10). Esto es para que no nos atribuyamos a nosotros la gloria que solo se le debe a Dios, para que no nos inflemos de orgullo dándonos a nosotros los méritos de la misión o de nuestras buenas obras o de nuestras virtudes o de nuestras cruces. Siempre experimentamos en nuestras vidas la impotencia en medio de las dificultades de cada día, de las luchas y sufrimientos. Acá no llevamos la Cruz solos, no luchamos solos y no estamos solos. Somos fuertes y debemos hacernos fuertes en Cristo. Jesús quiere que pongamos toda la confianza en Él y la humildad, sencillez y obediencia nos llevarán seguro a la meta esperada que es el cielo.

¡Qué gran gracia la Cruz! Es un gran misterio… ¡La gloria del Cielo es hermosa!

Cristo es el más fiel, el más paciente, el más alegre, el más magnánimo, el más fuerte, el más entregado, el que más amor nos da. Si supiéramos cuanta gloria nos espera en el cielo por llevar estas cruces… ¡no las desaprovecharíamos por nada del mundo!

A muchos pueden tocar cruces muy dolorosas… y de distintos tamaños, en donde se ve que la humanidad chilla y sufre, pero el alma goza de tal modo a nivel espiritual, que llega al punto de no importarle nada más que querer llevar la cruz y no soltarla.

“Nada tan glorioso. ¿Quién entenderá la gloria que se adquiere para el cielo en un año y a veces toda la vida de cruces y dolores? … Llevad vuestra cruz con alegría. Encontraréis en ella una fuerza victoriosa, a la cual ningún enemigo vuestro podrá resistir; una dulzura encantadora, con la cual nada se puede comparar. Sí, hermanos, sabed que el verdadero paraíso terrenal consiste en sufrir algo por Jesucristo. Preguntad a todos los santos. Os contestarán que jamás gozaron tanto ni sintieron mayores delicias en el alma como en medio de sus mayores tormentos”[7].

¿Cómo no debemos alegrarnos entonces de la cruz que llevamos? Jesús nos llama a navegar mar adentro, a tomarnos en serio el camino a la santidad, a estar dispuestos a pasar por las purificaciones activas y pasivas del espíritu. El misterio de la cruz es algo central en nuestra vida. Jesús es quien en medio de los más grandes sufrimientos nos fortalece en el dolor, en medio de la soledad nos acompaña, el que  nunca cambia,  quien convierte las tristezas en alegría, fiel, el amigo que nunca falla y  el que debe llenar el pensamiento diario.

Hemos sido comprados a gran precio… por eso no podemos huir a la santidad, no podemos tomar los propósitos a medias. O somos santos o no lo somos. O somos fríos o somos calientes[8].

¡La cruz es el regalo más grande que podemos recibir y si supiéramos la gloria que nos espera… querríamos vivir crucificados!

¡No hay gloria fuera de la cruz, ni nada más glorioso y bello que vivir crucificados en la cruz con Cristo!

Como religiosas nunca debemos olvidar de rezar por nuestros sacerdotes; los sacerdotes son las piedras preciosas de la iglesia porque son los que administran los sacramentos y llevan almas al cielo. El ladrón de las almas (Satanás) se empecina por perderlos y hacer lo posible para alejarlos de Cristo o hacerlos perder su vocación o convertirlos en sacerdotes tibios. Cada sacerdote es un tesoro para Dios y para la iglesia. Por eso no debemos desaprovechar nunca la oportunidad de sufrir por ellos ¡El sacerdote es sacerdote para siempre!

Le pedimos al Señor que nos dé la fortaleza para llevar su cruz y una confianza sin límites. Sabemos que la fortaleza se consigue en medio de la batalla y la confianza se alcanza cuando tenemos ocasiones que nos lleven cada vez más a   confiar. Que nos llene también de una gran fe, esperanza, caridad y de la fortaleza que tuvieron los mártires.

Nuestra Señora, Reina de las misiones, nos conceda la gracia de no cansarnos y de darlo todo por la salvación de las almas.

Y le pedimos también a la Hna. Maria del Corpus Domini y a todos nuestros religiosos y religiosas qua ya están gozando en el Cielo, que sigan intercediendo por nosotros para que no nos cansemos hasta alcanzarlo.

¡Dios los bendiga a todos!

¡Firmes en la Brecha! ¡Viva Cristo Rey y viva la Misión!

En Cristo y María Santísima,

Hna. María del Sacro Monte, SSVM

Provincia de la Inmaculada Concepción.

 


[1] José María Pemán, El Divino Impaciente, Ed. Mensajero, Bilbao 2005, Acto I, 29-73. Citado en Carlos M. Buela, Las Servidoras I, 358.

[2] Directorio de Espiritualidad, 216.

[3]Cf. Constituciones, 257.

[4]Cf. Lc 5, 4.

[5] San Luis Orione, Cartas de Don Orione, carta del 02/08/1935, Ed. Pio XII, Mar del Plata, 1952, p.89. Citado en Directorio de Espiritualidad, 216.

[6] Constituciones, 168.

[7] San Luis Maria Grignion de Monfort, Carta a los amigos de la cruz.

[8] Cf. Ap 3, 16.